21/6/08

Viendo llegar las aves un singular atardecer

En estos instantes de meditación, por mi viejo reloj son las siete de la tarde. Aún hay claridad solar. Sentado en el coche y aparcado en un lugar del Valle de La Orotava. A mi izquierda hay una moderna urbanización; a la derecha de esta calle, todo es campo abandonado, pero que aún conserva la huella de un memorable pasado. Muros altos y bajos, resquicios de viejas viviendas ya desaparecidas y plantas trepadoras por doquiera, aferradas al sólido soporte de las mismas. Abundantes flores alfombran el desnivel de las pendientes y senderos del lugar; y una larga acera, bien pavimentada, delimitando ese multicolor entorno, sentencia la atractiva imagen campestre que, en cualquier momento desaparecerá para siempre. Y será entonces, prolongación de esta suntuosa zona residencial, donde habitan tantas gentes despreocupadas de su pasado y que viven alegremente en sus confortables y cálidos hogares.

Me detuve allí, atraído por el canto de decenas de mirlos y otros pájaros que regresaban a sus nidos para recogerse con sus crías y darles alimentos y el calor de sus diminutos cuerpecitos, cansados de buscar aquello que ha de nutrirles. Aún siguen moviéndose entre el follaje maltrecho, pero con un encanto considerable. Dando saltos aparecen entre las ramas animando el ambiente con sus dulces tonalidades musicales; y es tal la armonía de sus cantos, que no puedo irme y dejar de escuchar esa grata sinfonía que turbaba el silencio de tanta soledad que reinaba en ese abandonado lugar. Su negro plumaje y pico amarillo, siguen siendo atractivos y sus cantos, no menos alegres, hasta el punto de contagiar en nosotros, la ternura que derrochan.

No es del todo oscuro el espectro de la tarde. Mientras, incansablemente, subían centenares de automóviles, ya de retirada - como las aves del campo - a sus respectivos hogares. Se va haciendo un silencio muy singular en la maleza. Sólo sí, de vez en cuando, volvía a oír algunos mirlos rezagados, los últimos que iban llegando.

¡Cómo me obligan a recordar, estos ocasionales reencuentros, los días de mi infancia y mi primera juventud! En el Puerto de la Cruz, entonces rodeado de vegetación, espacios agrícolas, arboledas en abundancia hasta la costa, existía ingente cantidad de aves. Casi todas las casas tenían solares o jardines, plantados en ellos distintos árboles frutales, ornamentales y nuestras plantas autónomas. También, en muchas casas, hubo espacio suficiente para criar animales...

A menos de cuatro metros y en el umbral de la noche, sobre una elegante farola, acaba de posarse un enorme y precioso mirlo. Lo veo tan grande, tal vez, por tenerle cerca; se explayaba cantando como un divo en escena, sin preocuparle mi presencia. Y en un abrir y cerrar los ojos, desapareció... ¿Acaso estaba contento porque me había fijado en ellos y, porque escribía con el corazón, prestándoles la máxima atención? Es posible, todo es posible.

Puerto de la Cruz, a 23 de septiembre de 2001
Publicado en el Periódico EL DIA: 29.08.01

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