21/6/10

EL HOMBRE DE LA BARCA

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Hasta llegar a la playa, junto a mi barca varada sobre el banco de arena, por el camino más corto fui caminando. Por los atajos de siempre, por donde pasara antaño cuando bajaba corriendo en mis amigos pensando. Con la ávida celada por los rincones busqué y no encontré aquello que estaba buscando… También habían muerto los árboles donde solía colgarme, las viejas moreras que nos daban las hojas para que comieran los gusanos de seda. Ni estaba aquella casita, la de la señora gruñona que me botaba piedras para que no me detuviera bajo la esbelta palmera en busca de sus dátiles. No estaban los perros que me ladraban, ni las cabras del señor de la cachimba. Ni la chocita abandonada donde jugábamos a los buenos y a los malos, tirándonos flechas hechas de cañas del abundante cañaveral al borde de los caminos, entre las verdes plataneras. Ni las atarjeas que llevaban el agua fresca y cristalina para el riego.

Los pájaros del campo, en nutridas bandadas, se posaban a picar los hermosos y rojos tomates y los frutos de las higueras. Había un nisperero tan cargado tan cargado de amarillos nísperos cada año, que hoy, sólo al recordarlos se me hace aguas la boca; en el muchos puñados cogí cuando bajaba a la Escuela y se los daba a la maestra –una señora mayor- que me quería “demasiado” a pesar de llevarle regalos, que siempre eran frutos del campo.

Yo le escuchaba embelezado, me agradaba oírle; ahora mismo me está induciendo a recordar cosas de aquella época que nos tocó vivir. Mientras me hablaba mi mente buscaba entre las cosas viejas retazos de aquella infancia y abundaron, en consecuencia, con la dulzura y la inocencia propia de los muchachos de antes.

Es posible que aún encuentre entre los agujeros del alejado tiempo, resquicios que me permitan ver cuando yo era pequeño… Algunos recordarán a doña Carmen Álvarez la maestra. Vivía y allí estaba la Escuela, en la calle Zamora, frente a la casa donde vivía doña Valeria, más tarde Residencia Sol, en Puerto de la Cruz.
La casa era terrera, con una puerta no muy alta y un escalón a nivel del piso. Tenía dos ventanas a los lados, recuerdo pintadas de verde. Una para la habitación de dormir y la otra, para la sala de las visitas. Entre ambas habitaciones había un pasillo que conducía a un pequeño pero delicioso patio, todo lleno de cacharros con plantas y flores; otras sembradas en sendas macetas de barro cocido. A la izquierda, seguidamente de la primera habitación era donde se impartían las clases, la cual comunicaba, asimismo, con una pequeña huerta donde tenía gallinas. Había un estanque pequeño y algunas hortalizas plantadas para el gasto diario. Hierbas pasa infusiones, hierba-buena, poleo, ruda, hierba huerto, perejil, etc. Y la célebre hierva luisa para las tazas de agua con gofio… A continuación, siguiendo por el lado izquierdo, la cocina, donde también hacía de comedor.

Doña Carmen vestía los hábitos de la Virgen del Carmen. Era muy religiosa. Le gustaba arreglarse bien para salir a la calle.
En verdad, me tenía verdadero cariño, tal vez demasiado. Y lo mismo para los otros “chicos y chicas”, se preocupaba por que aprendiéramos a leer, escribir y las cuatro reglas… Y hablando de reglas, ¡cómo zurraba! Cuando las cosas no se hacían como ella quería o no nos salían como tenían que ser. A mí me traumatizó de tal manera, que hasta soñaba con ella. Pero antes de seguir, permítanme contarles. Con tres o cuatro años de edad, yo era quien la depilaba, le liberaba las pelusas y algún que otro vello del bigote y la barbilla. Y era tal el pánico que me inspiraba, que hasta temblaba y en lugar de arrancarle los vellos, por cada uno, seis pellizcos con la pinza le daba y, a posteriori, seis realazos me daba.
Yo iba a vigilar en la cocina la leche que tenía al fuego, para que no se le derramara cuando hirviera. Le iba a buscar el petróleo a la venta, el pan, etc. A veces nos turnaba. Es que la pobre señora vivía solita, no tenía a nadie, así, a la mano y recurría a nosotros. El echo de salir a la calle y estar un rato libre era el mejor recreo. Y todas esas tonterías, propias de la infancia, que hoy estoy evocando y que fueron verdad, contribuyen en gran manera a la educación de un niño. A ver si actualmente los padres lo tolerarían y mucho menos los niños, tan proclives a su ego personal, desatentos y orgullosos. La fiel semejanza de lo que han hecho de ellos los propios padres, su precaria educación.
Todo se superaba, indudablemente que sí, y tal vez es necesario algo de disciplina, para que nos acostumbremos a ser, por lo menos, responsables en nuestros actos y conscientes de ellos.
Todos los días teníamos que rezar y se estudiaba el Catecismo “Ripalda” y Urbanidad, etc. Lo demás era secundario aunque también importante.

Como anécdota, no olvido que, para aprender a escribir la “P” mayúscula de Pepito, por ejemplo, fue a base de palmadas en la cabeza. ¿Cómo iba a salirme bien si estaba temblando?.. Lo cierto es que hoy, después de tantísimos años, aún me acuerdo de ella cada vez que la escribo y parece que la siento detrás de mí, porque aún no me sale tan bien como ella hubiera querido.
Nos ponía de rodillas en la puerta de la calle, sobre granos…con un gorro de papel pintado y los brazos en cruz con peso en cada mano, sólo para ridiculizarnos a ver si así nos aplicábamos más, o qué sé yo. Lo cierto es que le temíamos mucho a ese desgraciado castigo. Otra anécdota que me viene a la memoria –y ahora si acabo- . Antes las maestras iban a la casa de los alumnos, casi siempre buscando prebendas, -ponía mucho más interés por los niños- y daba igual la hora de la visita. Una noche, estando ya acostado, serían las nueve y más despierto que una lechuza, cuando oigo su inconfundible voz “medio santa, medio dictadora”, pero era encantadora. E instintivamente, apagué la luz y me hice el que llevara rato durmiendo. Como oyera que se acercaba a mi cama, junto a mi adorable madre, hablando precisamente de mí, me puse a contar en voz alta: Uno más uno son dos. Dos más dos son cuatro, etc. Y no paraba de contar, mientras que escuchaba que decía: ¿Ves lo que te decía? Es muy bueno este niño, e inteligente a la vez, hasta durmiendo estudia.

El hombre de la barca… Me hizo recordar con sus narraciones a doña Carmita Álvarez, ¡cómo son las cosas, nunca se lo había dicho a nadie! Aunque muchas veces he recordado aquellos días llenos de ternura, cuando el respeto se le inculcaba a los niños desde muy pequeñitos. Cando era para las familias el mayor de los orgullos tener a los hijos bien educados, que nadie de la calle viviera a dar quejas. Y hoy es lo contrario, por que sólo ven por los ojos de los hijos, por comodidad “muchas veces”, otras, ya sabe Dios por qué. Claro que hay muchísimas excepciones y eso es gratificante, triste sería que no fuera así. Tengo la suerte de reconocerlo y el orgullo de dedicarles, en la memoria y en el presente, a todos, estas espontáneas líneas. Que a pesar de tantos años ya pasados, perdura el respeto y el cariño que siempre les profesaré.


Celestino González Herreros
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