23/11/08

Feliz reencuentro con el pasado portuense

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En la calle coincidí con una antigua amiga, que por cierto, tardó en reconocerme, pero al final, después de un tortuoso rodeo, calló en la cuenta de quien era yo, aquel amigo desde hace tantos años. Hablamos sólo de aquellos buenos ratos, a pesar de las carencias y privaciones de entonces, sufridas por tanta gente de aquella época, cuando éramos jóvenes.

¿Te acuerdas Tino –así me llamaban- lo hermoso que era todo? La Plaza del Charco era el lugar donde todos íbamos a gastar nuestras energías físicas y también las emocionales. El Puerto de la Cruz podía presumir de tener ese solar público y mágico entorno, donde los chicos correteaban con sus juegos en todas las direcciones. Las parejitas enamoraban discretamente y los solitarios deambulaban socarronamente y de soslayo miraban, deleitándose viendo verdaderas bellezas por doquiera, paseando al socaire de las palmeras y laureles de India o rondando la pila del centro que como un santuario da cobijo a la tradicional ñamera que tan deliciosamente la adorna durante largos años. Adolescentes de todas las edades, sexo y condición social, venían desde los barrios adyacentes, allí concurrían y practicaban, los más pequeños, toda clase de juegos sanos y tradicionales. Y los viejos, sentados en sendos bancos de piedra y de madera, con la mirada medio ausente, evocaban… Allí había recuerdos imborrables de sus mejores años y en nuestra juventud veían reflejadas sus lejanas vivencias.

Cuando más entusiasmados estábamos, se nos unió otra de aquellas criaturas, también protagonista de aquellos irrepetibles acontecimientos. Entonces surgió el tema de las Fiestas de Invierno, hoy los Carnavales de Puerto de la Cruz. ¡”Pa” que fue aquello! Claro, antes hubó más respeto, éramos más inocentones y educados –decían- podíamos salir solas y nadie se metía con nosotras, a molestarnos. Es cierto, antes existía un elevado concepto de la honorabilidad familiar y sus principios, no hay que ponerlo en duda, éramos más conservadores.

Muchas vueltas dimos en la Plaza del Charco. Cuando nos cansábamos de ver siempre las mismas caras, íbamos luego en dirección contraria. Había una hora para salir de casa y otra para entrar. Las tareas de la Escuela o Colegio se hacían primero, luego la merienda y a la calle.

Parejas apasionadas disimulaban, a veces sin conseguirlo, el ardor de ese gran amor, dándose golpecitos de codo y en la mirada dejaban entrever el enorme deseo que les abrasaba. Corríamos cuando caía la lluvia, para protegernos bajo cualquier árbol de la enorme Plaza, cualquier balcón o en el oscuro portal de las hermosas casonas más cercas. Contentos, sin sentir el rigor del frío al poder juntar un poco más nuestros excitados cuerpos nos decíamos sin reserva alguna, el amor que sentíamos mutuamente. ¡Ay, cuando se iba la luz del pueblo! Dábamos gracias al cielo por enviarnos tremendo regalo, junto con los truenos y relámpagos, hasta el viento nos acariciaba. Eran gratas aventuras cargadas del más sano sentimiento y la más pura inocencia. ¡Dichosa juventud, que se va para nunca más volver! Cuando somos jóvenes no nos percatamos de su valor, que lo que cuenta son los segundos de la vida, creemos que eso no se acabará nunca, que somos interminables…


Gracias a estas dos amigas que encontré en la calle, muy cerca de la Plaza del Charco, he vuelto a vivir todas aquellas sensaciones, a pesar de los años; y he vuelto a sentir cierto desconsuelo por aquello que no disfruté pensando que sobraba el tiempo, que podíamos dejar lo otro para mañana. ¡Qué error!
Cabalgan como una estampida en mi mente todos aquellos recuerdos y en ellos veo proyectados los momentos vividos, con tal nitidez, que acierto a reconocerles a todos, los parajes son los mismos, nada ha cambiado... Sólo si, echo mucho de menos a tantos que se han ido para siempre y de ellos aún conservo hasta el timbre de sus voces. La verdad es que lo digo emocionado; pero aún quedamos algunos.

Antes, el sólo gesto de una sonrisa era testimonio suficiente de amistad, un simple saludo callejero, cualquier detalle era motivo de acercamiento ciudadano. Y así se compuso nuestra sociedad, de elementos dispares, pero a la vez solidarios, cuyos pilares más fuertes fueron siempre el respeto mutuo entre nuestras gentes, la honradez ciudadana y la consideración hacia los demás. Así, cuando nos visitan, suelen decir convencidos: ¡El Puerto de la Cruz sabe darnos satisfacciones, es acogedor y tranquilo! ¡El Puerto es el Puerto! Y sigue siendo lugar atractivo y generoso; y cálido destino turístico con sus excelencias naturales. Aún más, hay una atracción mágica para los que nos visitan, vengan de donde vengan, algo que les obliga a volver, como si aquí se les hubiera quedado un trozo de su corazón.

Los cimientos de la verdad se mantienen firmes y tratamos de conservarlos, ya que se nos están yendo de las manos nuestros más importantes valores humanos, por una parte; por lo demás, parte de nuestro patrimonio artístico, de nuestras reservas naturales, parajes, etc. Aquellos que han podido evitarlo, no han querido actuar, por conveniencias, por ineptos, cobardía o falta de sensibilidad... ¿Porqué lo hemos permitido, qué íbamos a ganar con ello?, sólo perder gran parte de lo poco que nos quedaba. Al hilo de nuestra idiosincrasia, en verdad, éramos admirados, más que eso, queridos en toda Europa y buena parte de América. A ver si recuperamos algo y nos vamos estabilizando poco a poco. Políticos buenos, haberlos los hay aquí en Canarias, sólo necesitamos que tengan lo que deben tener.

Conciencia ciudadana y aquello... para hacerla valer.

Mientras, aprovechando el tiempo, busquemos en las huellas indelebles de nuestro pasado, los resquicios de nuestro querido Puerto de la Cruz, caminemos junto con nuestros amables visitantes por sus rincones más típicos, no cambiemos nada, dejémosle como estaba y con los ojos cerrados recordémosle como era aquel lugar entrañable.
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