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Desde la explanada del muelle pesquero, intuyo, en el plano más distante de mi exaltada imaginación, al majestuoso Teide, entre brumas sobresalir con indescriptible elegancia, bajo el cielo azul, interceptado, como se ve desde el Valle, sólo por la cordillera que es nuestra ladera y que desciende hasta llegar a La Orotava, la siempre amada Villa, jardín de mis amores y lugar sugerente por mil razones. Más abajo, trasladado por los recuerdos, el Puerto de la Cruz, motivo esplendoroso de la Creación que cautiva al visitante y a nosotros nos llena de un sentimiento especial, con sabor a puertito de mar. Su aire yodado y salitroso, con olor al mujo de la costa que a sus brisas contagiaba; y el perfume de las flores, de tantos jardines que proliferaban por doquiera y la influencia de aquellas plazas públicas bien cuidadas, daban una nota placentera al ambiente. Era el Puerto de la Cruz un vergel que convocaba con la paz de su bonanza a la meditación lírica de poetas y pintores, de músicos y escritores, lugar de encuentro y descanso de grandes figuras universales de las Letras y las Artes.
Ahora mismo, mientras evoco, desde este rincón amado, aquella época sentimental de mi juventud, veo las “históricas” casonas, muchas desaparecidas, pero que conservamos en la memoria... La que fuera Real Casa de Aduanas y su calle La Lonja que se pierde hasta llegar a la de Santo Domingo; Casa de Los Machados, con su hermosa entrada, convertida en residencia de marinos y familias pobres; frente al muelle, recordada con nostalgia, Casa de la Sindical, separada por la calle San Juan, de la hermosa casona de Yeoward. Luego toda la calle San Juan. ¡Parece que en realidad las estuviera viendo! Y las demás casonas alrededor de la Plaza del Charco y la de las calles adyacentes, en casi todo el centro del pueblo. A mi derecha, estaba ubicada la enorme casa de la Viuda de Yánez. Le seguía la de El Fielato de don Juan Ríos, a continuación, donde estuvo la Parada de las guaguas; otra al lado y La Pescadería; la de Perdomo y a continuación comenzaba la tradicional calle Mequinéz, escenario de importantes episodios portuenses.
En los alrededores del muelle, junto a los anchos zaguanes, se veían algunas lanchas y lanchones, varados para protegerse de las inclemencias del oleaje o para ser reparadas periódicamente. El burro de Sarguito y la mula del Fielato, fueron animales muy populares en la vida laboral de nuestro Puerto, no podía olvidarles, pues estaban siempre por allí, trabajando como lo que eran. Casi todas las calles del Puerto de la Cruz, estaban rigurosamente adoquinadas. Era muy atractivo, con sus casas enjalbegadas de blanco, puertas y ventanas pintadas de verde y tejados rojos. Había los clásicos callejones, callejuelas pendientes y más angostas, donde en los fríos invierno crecía la hierba entre las piedras y por donde corría el agua de las abundantes lluvias hasta llegar al mar o eran absorbidas por las escasas alcantarillas.
En el Muelle había gran tráfico, asistido por los buques de Yeoward y otras compañías navieras. Las carretas de tracción animal, cargadas de guacales de plátanos, llegaban de todas partes; y entraban distintas mercancías. Exportábamos cuanto hubiera o diera nuestra tierra, con destino seguro y, en definitiva, de esa zona privilegiada del Puerto de la Cruz, se han escrito las páginas más bellas de nuestra historia, momentos buenos y otros no tan buenos, pero jamás dejará de ser el rincón más acogedor de nuestros pueblo, marinero por excelencia, convertido hoy en primorosa ciudad turística, próspera y acogedora, ciudad de promisión para muchos hombres emprendedores con dinero, que vienen y multiplican sus beneficios; y algunos, como ha ocurrido, se han quedado aquí para siempre y han hecho por estos pueblos del Valle de La Orotava, hermosas contribuciones sociales y son personajes de excepción en los anales histórico locales. Todo hay que valorarlo en su justa medida. En realidad, la convivencia en Tenerife, ha sido ejemplar respecto a las gentes que vienen de fuera, aunque siempre hay “indeseables” visitantes, a quienes hay que hacerles la vida imposible y acabamos echándoles de aquí.
Desde aquella romántica época, hasta nuestros días, todo ha cambiado mucho, se ha atentado brutalmente contra nuestro patrimonio histórico, no precisamente por gentes de fuera, han sido algunos desaprensivos políticos nuestros y sus cómplices, quienes acabaron con lo más bello que teníamos, aquello que nos mantenía conscientes y orgullosos de poseer los rincones más atractivos de nuestra geografía. Aquello fue una locura, una inmoralidad imperdonable que nos causa mucha tristeza, un mal irreparable.
El Teide, ahora está radiante y el cielo sin nubes, azulito... Ya pasó la tormenta sentimental de mis cavilaciones. Los verdes laureles de la Plaza del Charco, acogían distintas especies de aves, entre las cuales, hoy abundan las mansas tórtolas y palomas libres, los ancianos juegan con ellas, les llevan comida y las acarician tiernamente... Hay pájaros, pero nunca será como antes, o seré yo, que también he cambiado con el paso del tiempo. La Plaza está, o al menos me parece, más triste; no están aquellos miles de pájaros, cuando a las seis de la tarde regresaban a sus nidos y a pernoctar en ellos, ensordecían con sus alegres trinos. Ni están tantos amigos y aquellas gentes conocidas... Sólo veo a los niños jugar en el parque, meciéndose en los columpios. Antes era distinto, tampoco teníamos parques ni columpios ni toboganes... Pero éramos felices, buscábamos esa felicidad en cualquiera cosa que inspirara a nuestra imaginación... Con cualquier trasto inventábamos un juguete. Recuerdo hacer las duras pelotas de hojas de badanas; y con latas vacías de sardinas y ruedas de goma, hacíamos los coches… Éramos más improvisadores, con mucha más imaginación. Hoy los muchachos tienen de todo, es más fácil, pero flaco favor les hemos hecho, han perdido mucho tiempo y han aprendido poco de la vida, si tuvieran que enfrentarse a ella en difíciles ocasiones. No hemos querido que pasaran por los desconsuelos que se sufrieron en épocas pretéritas.
Volviendo al presente, Puerto de la Cruz ha sufrido la gran transformación del progreso… Y también nuestras gentes han cambiado o tal vez sea yo, quien lo vea todo tan turbio y desangelado. Las gentes ya casi no se respetan unos a otros, como era obligado en épocas pasadas, antes del “progreso”. Y no ocurre solamente en nuestra ciudad, el mal se ha extendido por doquiera, se perdió la solidaridad, las consideraciones aquellas para con los demás. ¿Qué está ocurriendo en la actualidad? ¿Dónde están nuestros valores? ¿Porqué imperan los hipócritas y los farsantes? ¿Acabaremos destruyéndonos mutuamente… y sin haber logrado satisfacer nuestras ambiciones? Unos lo quieren todo para sí. Otros están, como el ladrón al acecho… Los demás estamos expectantes a ver en qué acaba todo esto, pacientes pero en guardia. Siempre habrá un momento oportuno que nos permita resarcirnos de tanta miseria.
Ahora mismo, mientras evoco, desde este rincón amado, aquella época sentimental de mi juventud, veo las “históricas” casonas, muchas desaparecidas, pero que conservamos en la memoria... La que fuera Real Casa de Aduanas y su calle La Lonja que se pierde hasta llegar a la de Santo Domingo; Casa de Los Machados, con su hermosa entrada, convertida en residencia de marinos y familias pobres; frente al muelle, recordada con nostalgia, Casa de la Sindical, separada por la calle San Juan, de la hermosa casona de Yeoward. Luego toda la calle San Juan. ¡Parece que en realidad las estuviera viendo! Y las demás casonas alrededor de la Plaza del Charco y la de las calles adyacentes, en casi todo el centro del pueblo. A mi derecha, estaba ubicada la enorme casa de la Viuda de Yánez. Le seguía la de El Fielato de don Juan Ríos, a continuación, donde estuvo la Parada de las guaguas; otra al lado y La Pescadería; la de Perdomo y a continuación comenzaba la tradicional calle Mequinéz, escenario de importantes episodios portuenses.
En los alrededores del muelle, junto a los anchos zaguanes, se veían algunas lanchas y lanchones, varados para protegerse de las inclemencias del oleaje o para ser reparadas periódicamente. El burro de Sarguito y la mula del Fielato, fueron animales muy populares en la vida laboral de nuestro Puerto, no podía olvidarles, pues estaban siempre por allí, trabajando como lo que eran. Casi todas las calles del Puerto de la Cruz, estaban rigurosamente adoquinadas. Era muy atractivo, con sus casas enjalbegadas de blanco, puertas y ventanas pintadas de verde y tejados rojos. Había los clásicos callejones, callejuelas pendientes y más angostas, donde en los fríos invierno crecía la hierba entre las piedras y por donde corría el agua de las abundantes lluvias hasta llegar al mar o eran absorbidas por las escasas alcantarillas.
En el Muelle había gran tráfico, asistido por los buques de Yeoward y otras compañías navieras. Las carretas de tracción animal, cargadas de guacales de plátanos, llegaban de todas partes; y entraban distintas mercancías. Exportábamos cuanto hubiera o diera nuestra tierra, con destino seguro y, en definitiva, de esa zona privilegiada del Puerto de la Cruz, se han escrito las páginas más bellas de nuestra historia, momentos buenos y otros no tan buenos, pero jamás dejará de ser el rincón más acogedor de nuestros pueblo, marinero por excelencia, convertido hoy en primorosa ciudad turística, próspera y acogedora, ciudad de promisión para muchos hombres emprendedores con dinero, que vienen y multiplican sus beneficios; y algunos, como ha ocurrido, se han quedado aquí para siempre y han hecho por estos pueblos del Valle de La Orotava, hermosas contribuciones sociales y son personajes de excepción en los anales histórico locales. Todo hay que valorarlo en su justa medida. En realidad, la convivencia en Tenerife, ha sido ejemplar respecto a las gentes que vienen de fuera, aunque siempre hay “indeseables” visitantes, a quienes hay que hacerles la vida imposible y acabamos echándoles de aquí.
Desde aquella romántica época, hasta nuestros días, todo ha cambiado mucho, se ha atentado brutalmente contra nuestro patrimonio histórico, no precisamente por gentes de fuera, han sido algunos desaprensivos políticos nuestros y sus cómplices, quienes acabaron con lo más bello que teníamos, aquello que nos mantenía conscientes y orgullosos de poseer los rincones más atractivos de nuestra geografía. Aquello fue una locura, una inmoralidad imperdonable que nos causa mucha tristeza, un mal irreparable.
El Teide, ahora está radiante y el cielo sin nubes, azulito... Ya pasó la tormenta sentimental de mis cavilaciones. Los verdes laureles de la Plaza del Charco, acogían distintas especies de aves, entre las cuales, hoy abundan las mansas tórtolas y palomas libres, los ancianos juegan con ellas, les llevan comida y las acarician tiernamente... Hay pájaros, pero nunca será como antes, o seré yo, que también he cambiado con el paso del tiempo. La Plaza está, o al menos me parece, más triste; no están aquellos miles de pájaros, cuando a las seis de la tarde regresaban a sus nidos y a pernoctar en ellos, ensordecían con sus alegres trinos. Ni están tantos amigos y aquellas gentes conocidas... Sólo veo a los niños jugar en el parque, meciéndose en los columpios. Antes era distinto, tampoco teníamos parques ni columpios ni toboganes... Pero éramos felices, buscábamos esa felicidad en cualquiera cosa que inspirara a nuestra imaginación... Con cualquier trasto inventábamos un juguete. Recuerdo hacer las duras pelotas de hojas de badanas; y con latas vacías de sardinas y ruedas de goma, hacíamos los coches… Éramos más improvisadores, con mucha más imaginación. Hoy los muchachos tienen de todo, es más fácil, pero flaco favor les hemos hecho, han perdido mucho tiempo y han aprendido poco de la vida, si tuvieran que enfrentarse a ella en difíciles ocasiones. No hemos querido que pasaran por los desconsuelos que se sufrieron en épocas pretéritas.
Volviendo al presente, Puerto de la Cruz ha sufrido la gran transformación del progreso… Y también nuestras gentes han cambiado o tal vez sea yo, quien lo vea todo tan turbio y desangelado. Las gentes ya casi no se respetan unos a otros, como era obligado en épocas pasadas, antes del “progreso”. Y no ocurre solamente en nuestra ciudad, el mal se ha extendido por doquiera, se perdió la solidaridad, las consideraciones aquellas para con los demás. ¿Qué está ocurriendo en la actualidad? ¿Dónde están nuestros valores? ¿Porqué imperan los hipócritas y los farsantes? ¿Acabaremos destruyéndonos mutuamente… y sin haber logrado satisfacer nuestras ambiciones? Unos lo quieren todo para sí. Otros están, como el ladrón al acecho… Los demás estamos expectantes a ver en qué acaba todo esto, pacientes pero en guardia. Siempre habrá un momento oportuno que nos permita resarcirnos de tanta miseria.
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