21/10/08

Como en los viejos tiempos


Alineados en el suelo esperaban los bultos, a que fuera la hora de la partida. Antes debía llegar el grupo de amigos, según lo convenido y al lugar que se divisaba desde una de mis ventanas. Lukas yacía echado ante la puerta que conduce a la calle, yo como siempre, dando vueltas y más vueltas para dejarlo todo en orden.

Eran las seis de la mañana cuando me percaté de que habían llegado. Sin demorar un instante más, recogí mi morral, la garrafita con agua, un par de bolsas más y acompañado de Lukas, mi inseparable cocker, sigilosamente abrí la puerta. Ya en la calle, en sendos coches, nos distribuimos para ir lo más cómodos posible y enfilamos la ruta desde el Puerto de la Cruz, en la dirección acordada. Para darle más esplendor al viaje decidimos desechar la autopista del Norte y nos fuimos, aún con las luces de los coches encendidas, por toda la carretera vieja. El Botánico, Barranco La Arena, San Pablo, Cuesta de la Villa, Santa Ursula, La Victoria de Acentejo, La Matanza de Acentejo, etc. El aire era fresco en esas horas de la mañana, aún no había despertado el alba, y sin embargo, los caminos estaban animados. Claro, había coches circulando en ambos sentidos; mas, con deleite, pude comprobar lo atractivo del momento. En determinados lugares y en los márgenes del camino, se veía, también en ambos sentidos, carretas tiradas por bueyes que transportaban la hoja del maíz; otras, llevaban pinochas o hierbales para el ganado. Y las hermosas bestias cargando los olorosos frutos del campo y la verdura fresca... Me sentía tan halagado y complacido, que, emocionado paré el coche e hice señales al resto del grupo para poner pie en tierra y gozar del singular momento charlando con las gentes de nuestro campo que animosamente nos saludaban; e incentivados por el grato ambiente, decidimos entrar en una ventita alumbrada por un par de antiguos artilugios de carburo, a la vieja usanza y allí pedimos, a pesar de lo prematuro de la hora, un poco de vino, queso de cabra, pan del día anterior y para quién apeteciera rosquetes del lugar. Con esas mismas personas hablamos del campo y ellos comentaban lo de la influencia absorbente del turismo en las ciudades, con el consiguiente abandono de la tierra por los muchachos de hoy, ese éxodo preocupante que trata de buscar nuevos horizontes llamados por la codicia y el bienestar, sin darse cuenta que podrían perder una cosa y la otra, que la tierra es firme y generosa si se la trata con amor y sacrificio, también con inteligencia. Lo del turismo es cuestión de prepararse bien, yendo a Escuelas especializadas a tal efecto. Ahora es solo una ocasión que tiene alas, como las aves de paso, hoy se da bien aquí, mañana no sabemos. Puede surgir un mañana difícil para esa rica fuente de trabajo. Pienso que la tierra es un don de la Naturaleza, es la verdadera promesa de la vida hasta el final de nuestros días, nos dará cobijo y alimentos y será la cuna perdurable de todos nuestros sueños, donde descansarán para siempre nuestros huesos, que aunque sean materia muerta están ahí abrigados por esa noble masa señalando nuestro paso por la vida...

Embebidos estuvimos, en la grata compañía y la sana alegría de esa gente noble del campo, que al expresarse transmitían confianza, la sensación de ser amigos de siempre: de estar entre familia celebrando un feliz encuentro. Y es que no se puede saborear "lo nuestro" sin detenernos en ese ambiente, aunque sea sólo por un momento. Gastamos media hora en la acertada parada y aprendimos la lesión más hermosa de esa grata mañana ya aclarada por el celestial lucero del alba, que ascendía a través de las montañas saludando con su espléndida presencia, cuando acababa de correrse el gris velo de la madrugada, anunciándonos el nuevo día...

A las once de la mañana todavía estábamos de jarana según entrábamos en los pueblos, donde también hacíamos compras de frutos frescos y secos y verduras, para recogerlos al regreso y mientras tanto, pues, comíamos algunas truchas rellenas de mermelada de membrillos o de dulce de batatas. Hablando con nuestra encantadora gente del campo a los cuales envidiaba en esos gratos momentos, me sentía influenciado por sus costumbres, por su forma de ver la vida, tanto, que llegué a desear ser uno de ellos y olvidar tantos perjuicios y estúpidas limitaciones que nos impone nuestra confusa sociedad. Llegué a sentirme tan a gusto y relajado que no deseaba otra cosa que continuar entre ellos, sin ir más lejos. Pero lo hermoso era, que si seguías adelante ocurría lo mismo, todo era igual de hermoso... Lástima, cuando uno sale así, con el tiempo programado, sin opción para cambiar los esquemas acordados y tienes que dejarlo por imperativos de orden... Luego surge la promesa que no vamos a cumplir, cuando decimos que hay que repetir y de que entonces será por más tiempo, etc. etc.

Después de tanto deambular de un lugar a otro, decidimos llegar hasta el impresionante y bello Monte de La Esperanza y dijimos de terminar la última comida del presente día allí. Fueron momentos inolvidables.

Llegamos hasta el verde y soberbio monte ya entrada la tarde, aunque la bruma baja aún no había hecho acto de presencia y, aunque el Sol declinaba hacia su inmediato poniente, pensé que era el momento justo de extender el arrugado mantel sobre la fresca hierba, y, sacamos lo que habíamos llevado o lo que ya quedaba de ello y lo fuimos depositando sobre la estampada tela, en cuyo centro coloqué la garrafa de vino que compramos en La Matanza de Acentejo. La comida toda fue en frío, no hicimos fuego, no fue necesario. Ya lo habíamos acordado antes de organizarnos para gozar este día, siempre ante el temor y el propio riesgo que ello podría suponer en el monte si hacíamos fuego para calentar... Con el vino y nuestras vitales energías sobraban calorías. Fue un rato delicioso el que vivimos, a los postres siguieron los chistes salpicados de sano humor y alguna que otra balada... Cogidos de las manos, algún matrimonio se alejaba un poco, muy caramelizados y se perdían entre el ramaje espeso de la frondosa vegetación. Y yo acariciaba la cabeza de mi perro, sintiéndome algo melancólico, y mi mente también se alejaba por derroteros diferentes, perdiéndome en la maleza y sin saber a dónde iba, sólo buscaba distanciarme hasta llegar a un pasado ya lejano que me hablaba de otros momentos vividos con la tierna y espléndida lucidez de la juventud, en aquellos años apasionados, llenos de fantasías y clamores incontenibles... Y sólo hallé las sombras de mis sueños en la espesura del bosque, sin escuchar apenas un eco... estaban muy lejos, en los recuerdos, en el tiempo y la distancia. Mas, tuve que conformarme acariciando nuevamente al perro que insistentemente me miraba y con expresión triste parpadeaba viéndome tan callado... Así estuve un buen rato, hasta despertar envuelto en el jolgorio y la natural algarabía que entre los demás habían organizado, la que armaban los amigos mientras se disponían a recoger las cosas y "dejar todo limpio" como lo habíamos encontrado al llegar a ese entrañable y paradisiaco lugar... Haciendo un razonable esfuerzo me sobrepuse imitando a los demás, todo el mundo felices y contentos... No había otra opción que fingir que estaba del todo alegre, obviando la identidad de aquel pasado que en mí no muere...

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