9/8/08

Hijo, a veces es triste llegar a viejo, muy triste...


En un rincón de su alma se hallan los gratos recuerdos de su juventud, días de lucha y acoso, de necesidades, noches enteras sin conciliar el sueño pensando en el mañana subsiguiente, con la mente confusa y la mirada perdida que se le iba a través de la oscuridad buscando un resquicio de luz que aclare tantas dudas y despierte las ideas que buscan un camino abierto hacia nuevas perspectivas, por que las presentes eran todas incompletas, sin alternativas, desesperanzadas...

Y luego seguía hablando sin apartar su cansada vista del reducido marco de su ventana; mirando a lo lejos expectante. A veces intentaba sonreír pero su espontánea mueca se transformaba en la otra mueca de la tristeza. Parecía estar ajeno aunque hablara conmigo, apenas me miraba y, de cuando en cuando, sacaba de su bolsillo un sucio pañuelo para secar algunas incontenibles lágrimas, so pretexto de enjugar su arrugada nariz. Yacía sentado en una destartalada silla, abrigado por una descolorida manta, cerca de la ventana, su lugar predilecto, ya que desde allí podía soñar... Volvían sus interminables vivencias y las narraba con indescriptible ternura si no estaba solo, y así, de vez en cuando encendía un cigarrillo que alguien le diera si venían visitarle...

El Asilo de ancianos estaba ubicado en la periferia de la Ciudad, más hacia la montaña; y desde su altura se veía, a lo lejos, las luces de la población en las noches claras, sin las espesas nubes que frecuentemente se interponían. No era el lugar idóneo para construir una residencia asistencial para personas mayores, más parecía aquello un convento apartado del mundanal ruido de la vida .

Como yo solía ir por allí a ver a unos viejitos que conocía desde mi dulce infancia, tuve ocasión de conocerle y así nació entre nosotros un estrecho lazo de amistad y afecto indisoluble y hasta ya me consideraba obligado a ir a verle con asiduidad, más frecuentemente que como acostumbraba hacerlo antes. Una vez me narró una aneadota suya muy digna de que os la cuente, por su contenido humano.

El - según me iba narrando - vivía con un hijo y su nuera, en una reducida habitación donde tenía todas sus cosas personales; y como un día se sintiera algo indispuesto le llevaron al Hospital de la Capital, por Urgencias. Lo acostaron en una camilla de ruedas y siguieron atendiendo a los que habían llegado antes y como tantas veces ocurre, sin haber en el momento verdaderas urgencias traumáticas o patológicas. Cuando le tocó su turno, le preguntaron quién le había llevado hasta allí, si su familia... Y el viejo miró a su alrededor muy preocupado... - Mi hijo me dijo que iba a comprar cigarrillos aquí mismo, en el bar, que vendría rápido...- Y pasó el tiempo y nadie apareció. Entonces habían pasado dos años y hasta esa fecha nada. El anciano no recordaba donde vivía, estaba confuso y muy nervioso, ni tenía documentación consigo, sólo recordaba su nombre, pero no los apellidos; y que tenía un hijo "eso sí" al cual le deseaba toda clase de suerte en esta vida, y que tuviera muchos hijos, que ninguno hiciera con él lo mismo, abandonarle enfermo, tan viejo y no interesarse nunca más por su vida. Por que eso es terrible, no hay cosa más triste y no se lo deseaba a nadie y mucho menos a su propio hijo, al que aún seguía queriendo con toda el alma y rezaba todas las noches por él. Ahora si, no deseaba encontrarle, se asustaría al verle ya tan desmejorado, sin poder valerse por sí mismo. Iba a ser una carga muy grande, un innecesario trastorno... En cambio, ¡donde estaba le querían tanto!, pero el dolor del desengaño sufrido no se lo calmaba nadie, había que verle hablando de ese hijo tan querido y cómo le brillaban los ojos cuando le nombraba, era lo único - según decía - que ya le quedaba en el mundo, el único consuelo...

Hace unos años ya murió, llamándole con lágrimas en los ojos, desesperado; y el ingrato de su hijo no volvió, yéndose el viejo con esa pena quién sabe a dónde...

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